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12 de abril de 2014

EL FUEGO NO APAGA EL FUEGO


         ¡De asombro! Esa es la expresión que tenían en la cara unos ejecutivos, que iban a pasar unos días a la sierra para aprender estrategias con las que superar situaciones de tensión. La primera circunstancia que vivieron el día de su llegada consistía en un ejercicio para liberar su estrés. El objetivo era agarrar con fuerza un enorme martillo de obra y estamparlo contra un coche, tantas veces como quisiera la persona y así hasta reventarlo. Supuestamente, tras este intenso ejercicio la persona quedaba muy relajada. La verdad es que relajada quedaba tras tensar la musculatura y luego soltarla, pero ¿Realmente es este un método eficaz de control del estrés? Ahora resulta que está de moda golpear cojines, figuras de goma-espuma que simbolizan a personas determinadas, romper televisores y otros electrodomésticos en sesiones de liberación emocional de dudosa eficacia terapéutica, ya que la ira, como emoción, es distinta de la agresividad, como conducta.




         Cuando hablamos de una emoción que moviliza tanta energía interna como la ira, su expresión libre puede convertirse en una bomba de relojería a corto, medio y largo plazo. Durante años, influyentes escuelas psicológicas divulgaron a los cuatro vientos la necesidad y el beneficio de expresar libremente las emociones, de forma que la persona se libraba de las mismas cuando éstas eran causantes de sufrimiento o malestar. Esto se sustentaba en una concepción de la ira semejante a la de un depósito de energía que se llenaba de forma progresiva hasta alcanzar presión como si fuera una olla y entonces necesitaba estallar, al manifestarla se resolvía el problema. Esta idea ha calado entre la población, pero las investigaciones científicas muestran otras razones. 

     Sabemos que las experiencias vitales nos crean una huella o memoria emocional, la cual mantiene en nosotros los elementos emocionales, sensaciones, imágenes, sonidos de la situación. Además de estos datos provenientes de los sentidos, a la experiencia le damos un valor, un significado propio. Cuando la persona reacciona de forma automática ante estímulos similares, lo que está haciendo es recuperar esa memoria, con la cual aprendió e interiorizó una respuesta, en este caso de agresión. ¿Para qué sirve esto?, teóricamente para protegernos. El organismo aprendió a responder a una situación amenazante y ahora repite lo aprendido.


          Podemos llegar a reconducir la ira, expresándola adecuadamente, sin llegar a descalificar o reprochar, incluso castigar al otro, o al entorno, por ejemplo cuando damos un portazo a conciencia. Porque parece que sólo haya una forma de canalizar al exterior la ira y no es así. El componente cultural está presente, por supuesto, y quien aprende a expresar impulsivamente no sabe hacerlo de otra manera, incluso si no puede descargar en ese momento puede posponerlo a un momento futuro, entonces entra en juego la venganza, de forma que la otra persona llegue a padecer como padecimos nosotros. 




         Es necesario, ciertamente, expresar lo que sentimos, pero cuando uno aprende que para sentirse mejor ha de expresar con toda la virulencia posible su malestar, y así librarse de él, está haciendo algo muy peligroso para sí mismo y los demás, pues lo que realmente consigue es reforzar y por tanto automatizar comportamientos de manejo agresivo de las emociones. Como decía un hombre que tuve en consulta: “…yo para expresar no tengo dificultad, cuando algo me molesta, grito y doy unos golpes en la mesa, todos me hacen caso y me siento mejor”. Hay conductas en las que podemos descargar y expresar nuestra ira sin dañar a los demás, escribir, cantar, correr, bailar, etc.





7 de diciembre de 2013

¿SIENTE IGUAL UN HOMBRE QUE UNA MUJER?


¿Es la genética o la cultura lo que marca las diferencias emocionales que parece haber entre el hombre y la mujer? El desarrollo emocional en las personas es un proceso con una influencia social determinante e importantísima. Hay pocas, poquísimas condiciones en esta vida, que determinen de forma tan drástica lo que somos como es el sexo que tenemos. De hecho, una de las primeras preguntas que suelen hacer los padres que esperan un bebé, en la consulta de ginecología es: “¿niña o niño?” y la respuesta recibida determinará muchas de las condiciones de ese futuro bebé. Por ejemplo, las expectativas que se creen, las emociones que se le permitirá expresar con facilidad, el tipo de juegos, la apariencia y relaciones que se le intentará inculcar y así un larguísimo etcétera.  

 

 
         Estos procesos de influencia del ambiente o procesos de socialización son distintos para el hombre y la mujer, y el núcleo principal de donde emana esta influencia es la familia. A la mujer se la prepara para afrontar la vida desde una perspectiva de la afectividad, de la que el hombre va a carecer, al menos de una manera tan refinada, él va a ser moldeado para la acción. ¿Cómo se hace esto? Son numerosos los ejemplos diarios que puedes observar, aunque culturalmente están superpuestos, como las tejas de una casa y suelen pasar desapercibidos. Al niño se le prepara para la independencia de su madre a edades tempranas, a través del juego se le somete a las duras reglas de la competición y la búsqueda de la victoria, mientras que a la niña se la prepara para la dependencia y a través del juego se desarrollan en ella habilidades colaborativas y empáticas. El chico ha de convertirse “en un hombre” y se le separa de “las faldas de la madre” antes que a la chica. Para esto ha de aprender a usar la lógica y la razón dejando en un lugar secundario sus emociones, volviéndose duro, o al menos aparentándolo. No hay nada como decirle a un niño que llora “pareces una niña de tanto qué lloras” para que empiece a controlar su llanto.

 
Menuda influjo, esto ha reprimido emocionalmente a generaciones de hombres a lo largo de la historia. Este tipo de experiencias ha limitado sus auténticas posibilidades de crecer afectivamente de forma equilibrada. Pero no sólo en su represión, también en la manifestación de las emociones hay un trabajo que deja una profunda huella, pues a la mujer no sólo no se le censura su llanto o tristeza, incluso se llega a reforzar protegiéndola cuando las manifiesta. ¿Dónde desemboca esto? En el hombre en una dificultad para mostrarse triste o deprimido, pero claro, el malestar sale por algún lado, por ejemplo la ira, que además se considera varonil y masculina. Mientras que la mujer es entrenada para dejar salir su tristeza y depresión (el porcentaje de mujeres deprimidas es el doble que de hombres, aunque también es cierto que se las sobrediagnostica en este sentido).

       Se da también que la fisiología de la mujer está más influenciada por los cambios hormonales, los cuales son cíclicos y reflejan cambios en la experiencia emocional. Según la investigación reciente, que estudia cómo las hormonas femeninas influyen en las mujeres, ellas están especialmente preparadas para la comunicación, la empatía y la percepción emocional. Por el contrario, ellos lo están para la acción, sus experiencias emocionales conllevan más actividad racional. Se sabe que cuando los chicos y las chicas llegan a la adolescencia no hay diferencia en sus aptitudes matemáticas y científicas. Sin embargo, cuando el estrógeno inunda el cerebro femenino las mujeres empiezan a concentrarse en sus emociones y en la comunicación interpersonal mientras que ellos se vuelven menos comunicativos. Si a esto le sumamos los indicios que indican, cómo hombres y mujeres, a nivel cerebral implican distintas zonas en su funcionamiento emocional. Más numerosas en el caso de la mujer, que le llevan a tener una mejor facultad de evocar o recordar experiencias altamente emotivas, podemos empezar a entender la base de estas diferencias.

Estas diferencias también se reflejan en el diagnóstico de los trastornos emocionales. A tal punto que podemos hablar de una tendencia a diagnosticar según el género o diagnóstico masculinizado. Podemos comprobar que hay una excesiva facilidad para señalar como ansiedad y depresión aquellos síntomas que tienen que ver con cansancio o dolor físico, sin descartar otro tipo de problemas. Y cuando es una mujer quien presenta estos síntomas el diagnóstico y su correspondiente tratamiento psicotrópico está casi asegurado. Es un dato, así lo constata la OMS al señalar que a las mujeres se les receta con más frecuencia esta medicación psicotrópica que al hombre, cuando presentan los mismos síntomas. La mujer, por otra parte, acude a buscar ayuda a su médico mucho antes que el hombre, al que le cuesta reconocer un estado de ánimo disfórico. Para colmo, es frecuente encontrar profesionales de la salud con prejuicios de género y, por ejemplo, piensan que la mujer exagera en sus quejas o que por serlo es más influenciable o débil que el hombre, entonces bien no dan el tratamiento adecuado, o bien éste es excesivo respecto el problema de salud que presenta. Estas diferencias encontradas tienen más probabilidad de aparecer en sociedades industrializadas como la nuestra.
La impronta ajena sobre las emociones, más allá de la biológía, va a moldear la presencia o ausencia de unas frente a otras. Además de su abordaje y comprensión desde las ciencias de la salud. Ser conscientes quizás nos ayude a eliminar las diferencias y a entender cómo somos un poco mejor.

 

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